martes, septiembre 05, 2006

Capítulo VIII. Erotomanía

Leyendo un artículo de El País, que no he podido rescatar, el grupito de innombrables (a saber, Celsa, el Ñaro y yo) descubrimos las lindeces de un síndrome acuñado como erotomanía y que pasaré a describir a continuación. Los que nos conocen más allá del blanco sobre negro (mi blog es la antípoda de un libro y a veces me da dolor de cabeza cuando releo) estarán de acuerdo en lo absurdo de nuestra conversación y en que a veces parece que optemos a imitadores de Faemino y Cansado.

Pues en eso estábamos cuando atendimos a reconocer el comportamiento de un conocido con una de nuestras amigas. Nos abstendremos de citar nombres porque no está el horno para bollos pero digamos que aquel artículo se adaptaba suficientemente a la realidad como para provocar ataques de risa aguda en Ingo y perversiones mentales en Celsa. A mí simplemente me dio miedo.

Entremos en materia. La erotomanía se entiende como un delirio pasional, la convicción de ser amado. Tres sentimientos están incrementados en la erotomanía: el orgullo, el deseo y la esperanza; y tres son los postulados básicos: “me ama”, “no puede ser feliz sin mí”, “es libre” (es decir, su matrimonio o compromiso no son válidos, son meras fachadas para esconder su verdadero amor por el delirante). El erotómano somete a una intensa observación y vigilancia a la persona amada, y las palabras y acciones de ésta sólo sirven para confirmar su idea delirante de ser amado (por lo que lo lee todo al revés, un “vete a la mierda” significaría un “cariño, no puedo vivir sin ti”). Y no importa si es rechazado mil veces. El erotómano cree que es sólo apariencia, pues en el fondo (y tan en el fondo) la otra persona le ama con fervor.

El sistema delirante se elabora sobre la base de intuiciones, de falsas demostraciones, de ilusiones, y de interpretaciones sin alucinaciones (es decir que escucha y ve lo que le da la gana e ignora los reclamos de sus colegas para que baje de la parra a la que se ha subido y atienda los hechos para reconocer cuál es la realidad). Generalmente se termina en la fase del rencor con reacciones agresivas, venganzas y hasta el “drama pasional” (sobre todo teniendo en cuenta que el erotómano ha sometido previamente a su amado/a a un constante análisis psicológico, asegurándole que no sabe lo que quiere, que todavía no se ha dado cuenta de que le ama, pero que cuando recupere “el norte” se echará de bruces - nunca mejor dicho - a sus brazos).

Aquí la sangre por suerte no ha llegado al río, al menos, que sepamos. Pero he de reconocer que estamos todos de atar y que cada vez me da más miedo estar soltera. Como dice el Ñaro, le tengo miedo al amor.

Capítulo VII. No hard feelings!!!

“No hard feelings!”. O como diríamos en España: “¡Sin rencor!”. Eso es lo que le digo a Bruselas cuando la miro a la cara después de que me ocurran incidentes como el del otro día. Todos los lugares del mundo pueden ser peligrosos. Tiendo a evitar pensamientos negativos con respecto a la seguridad en urbes y barrios determinados. En mi casa me enseñaron que la maldad es relativa pero existe y es tan palpable que deberíamos temblar cada mañana. Pero siempre me han recordado que la puedo representar yo misma cuando menos me lo espere y que rendirse al miedo solo coarta mi libertad y da la victoria a los que anhelan someternos. Prudencia sería la actitud a la que aferrarse pero los juicios no siempre son fáciles ni las premisas transparentes.

Esta ciudad no es de las más peligrosas del mundo pero es la capital de Bélgica y, para más INRI, la de Europa, con una tasa de población inmigrante del bufff% y la población flotante más alta de Europa, o eso es lo que dicen si no miramos hoy día hacia Canarias. La policía (y que conste que en general no me merece gran respeto) brilla por su ausencia e ineficacia en cuanto al ciudadano se refiere. Su eficiencia es directamente proporcional al cargo y el país de origen del “politicucho” al que deban escoltar en cada caso y por el que deben interrumpir la vida del resto de habitantes de Bruselas.

En este ambiente propicio la población lleva una vida diaria del todo variada pero con bastantes altibajos. El cliente NUNCA tiene razón (no tienen el más mínimo sentido del negocio), los horarios no se cumplen (todo cierra un cuarto de hora antes de la hora establecida), el respeto al prójimo no existe y los servicios públicos son disfuncionales y los “sirvientes” tienen un grave problema de actitud.

A todo este respirar amable hay que añadir el problema de la inmigración y las gravísimas diferencias de género y abusos sexuales que esto conlleva. Y aquí entramos en materia. A pesar de que la mayoría de abusos sexuales son cometidos generalmente por familiares, conocidos o amigos, en todas partes se cuecen habas y en las grandes urbes más. El pasado verano tuve un episodio parecido en Valencia, tal vez más curioso y desagradable que este último, pero menos significativo. La cuestión es que lo que una pueda imaginar queda a años luz de la realidad en cuanto a la variedad y cantidad de perversiones sexuales existentes en las mentes de nuestros semejantes.

Me abstendré de acusar a Bruselas de ser “peligrosa” pero sí comentaré que los ataques a compañeras y amigas, e incluso a mí misma, se han producido en mayor cantidad desde que habito en esta capital. El caso de la playa de la Malvarrosa fue desagradable, sin embargo, el individuo se abstuvo de tocarme y no quiero ni comentaros hacía qué alargaba su mano. Pero, entre comillas, resultó inofensivo. En los casos de Bruselas intervienen manos, brazos, piernas y la entrepierna en función del encuentro y, sobre todo, la buena suerte de alguien que pasaba por allí y que hace que cuente todo esto desde una perspectiva menos dramática.

No hay conclusión en este capítulo. La única posible es que me entran ganas de cortársela a todos aquellos que deciden que su desquite sexual pase por el hurto de la libertad y dignidad de otra persona y por la humillación ajena en represalia a su propia desviación y disfunción sexual. Nosotras, y en algunos casos también nosotros, no somos más que muñecos sin derecho a emitir opinión o a defendernos. No tenemos voz, ni voto, aunque algunos se empeñen en vendernos la cabra.

Capítulo VI. Oda a la infidelidad

La infidelidad empieza ahogando tus tendencias más honestas. Te coge desprevenido como el primer beso, exultante y sin sentido. Corroe tus entrañas buscando donde permanecer para siempre entre tus recuerdos, tus remordimientos y tu más sincero tú. Cuando llega es refrescante y emocionante. La crees compañera de entretenimientos y farras nocturnas. Le cuentas tus más sinceros pensamientos y le comentas las dudas. Pero ella ya había venido por ese camino.

Nunca viene sola. Ya estaba antes contigo, desde que puedes recordar. Fiel a ti desde el principio, como el buen amante, esperando el momento para hacerte suya para siempre. Si no la reconoces, llega despacio o ataca por sorpresa. Cuando llega con prisas la estocada es débil. Puede sangrarte hasta la muerte pero será una muerte larga, dependerá de si te dejan morir, solo. Si llega despacio, silenciosa, cautelosa y honesta, con cariño y respeto, entonces es demoledora. Destroza a cada paso los cimientos de tu persona, de todo en lo que crees. Demole los pilares sobre los que te sostienes y erige la nada en su lugar. Cuando llega despacio, no te reconoces y arrasas la tierra buscando quien fuiste o creíste ser.

Si titubea, indecisa, es posible que te pierdas para siempre porque no hay camino cuando no hay caminante que lo ande. Porque las piedras se deshacen y el fin del camino se desdibuja. Cuando llega despacio te desorienta, no sabes volver a casa porque no sabes cuál es. Y cuando vislumbras la puerta es tan tarde ya que no quieres molestar a quien te espera, no le quieres despertar, tan solo esperar que llegue un día más y al abrir la ventana te vea esperando como si nada hubiese pasado jamás.

Todos hemos sido infieles en algún momento de nuestra vida. Hemos sido infieles a nuestros principios y valores, a lo que defendemos, a nosotros mismos o a otras personas. Yo empecé siendo infiel el día que dejé al muñeco de
Ulises por el de Chewbacca teniendo por aquel entonces tres años. Siempre me negué a la infidelidad. Consideraba que tan bajo concepto no podía ser compatible con ciertos valores presentes en mi conciencia, como la honestidad y el respeto. Pero ya veis que la cabra tira al monte y Chewaka era más peludo, más españolo, que el griego escuchimizado que necesitaba a su hijo (Telémaco), a un androide (Nono) y a una extraterrestre (Tais) para salir de los apuros. ¡Calzonazos!

Siguiendo con mi línea argumental… La infidelidad es un concepto ambiguo. ¿Desde qué momento empieza uno a ser infiel? Si es a uno mismo, no lo reconocerá jamás. Si es a otra persona, lo reconocerá cuando ya no haya más remedio. ¿La infidelidad tiene grados? Por supuesto, existe incluso una escala de agravios que se establece en función del principio de “yo de aquí si que no paso” y de la que dependerá el resto de crímenes a la honestidad y al respeto y el listado de sanciones.

¿Quién tira la primera piedra?