lunes, marzo 27, 2006

Capítulo II. Buscando amigos

Como al guitarrista, que de tanto acariciar las cuerdas le salen callos, de tanto decir adiós los ojos se secan y el corazón se endurece. Y es que en esta Bruselas bendita, todos estamos de paso y la vida es provisional. Nuestra generación, la mileurista, la que busca fuera lo que no encuentra dentro y vuelve a casa con el rabo entre las piernas después de siete becas y dos contratos en prácticas en tres años, es una generación con buenas intenciones, una boca muy grande y brazos que se alargan para acoger una infinita comunidad de colegas que van y vienen y que tejen la futura lista de e-mails y de "nos volveremos a ver" que acapara después los momentos ociosos frente al ordenador.

Esta vez no lloré. Lo que deja patente que el callo está hecho. Gonzalo, el montador de IKEA, nos dejó. Le acompañamos a pillar el
12, el autobús de los adioses institucionalizados en la capital comunitaria. Y ya está, se subió y se fue. Pero queda demostrado que, como todo lo demás en Bruselas, un adiós tampoco es definitivo.

Desde luego, antes de que todo esto ocurriese, G decidió homenajearse con una bacanal, a la cuál invitó a aquellos resquicios vivientes de su pasado en la ciudad. Dada la descarga de chantaje emocional que lanzó Gon y las ganas que tenía quien escribe de estrenar la bis lúdico-festiva de su nuevo hogar, nos pusimos manos a la obra en nuestro LOFT con esta fiesta improvisada en su última noche como residente en Bruselas.

Los chicos de la tricotosa

Balance: vasos rotos; mi sillón inflable azul pinchado; reconocimiento a la mujer hacendosa y dueña de su casa (una servidora), así como exaltación masculina al descubrir una "tricotosa" regalo de mi abuela a la que podría dar y no doy gran utilidad; crítica al varón calzonazos (Iñigo con un paño recogía las gotitas de cerveza que dejaba caer Luis al caminar sobre el parquet); e inevitable chuzo-despedida de G, a quien encontré a las 2 de la madrugada abrazando una botella de vino tinto con el amor que profesaría una madre hacia su hijo.

La noche acabó y Gon desapareció de nuestras vidas. Decidimos que había que buscar reemplazo para llenar el vacío dejado en nuestros corazones. La primera estrategia fue acudir al lugar donde, una tarde de verano, Iñigo encontró a su ex amigo: Place de Luxembourg, la Meca de todo funcionario/becario borracho que se precie en Bruselas. Tras esfuerzos sobrehumanos intentando convertir chuzos en amistades, nos percatamos de que la estrategia era incorrecta ya que la zona estaba "quemada": o explotábamos a conocidos o intentábamos abrir horizontes nuevos que más valía no explorar.
Nos resignamos. Nos regocijamos en nuestro dolor y nos encerramos en nuestra cómoda prisión. Problema. Se nos acabó la conversación y no teníamos televisión. Pasaban los días, poníamos una estantería aquí, una planta allá. Enmarcábamos el cartel de la fiesta española del stage como hacen las abuelas con las fotos de sus nietos y recogíamos vestigios de nuestra vida anterior.

Place de Luxembourg

Parecíamos personas normales haciendo una vida normal. Espejismos. Iñigo seguía luchando con el inexplicable aplazamiento de la fecha de inicio en su nuevo trabajo y a mí me quedaba una última prueba por superar y lo ignoraba.

Ñaro y yo seguíamos pensando que aparecería alguna alternativa a nuestra soledad. Casi todos nuestros “colegas” y amigos estaban estudiando para el "concours", las oposiciones de la Comisión Europea. Solos y desesperados nos encontramos con Ivy y Hywel, buena gente británica con la que siempre ha habido buen rollo, y nos unimos a su plan. Sin embargo, por el camino, Ñaro y yo nos desviamos para hacer una fatídica parada en Roskam, donde yo me encontraría con Fred para recoger unos papeles.

No me apetece extenderme en este tema pero mi reencuentro fue una prueba necesaria, superada por ambas partes pero dolorosa, en la que se pusieron los puntos sobre las ies y se derramaron muchas lágrimas entre recuerdos, sonrisas y abrazos. Mientras, y a escasas tres manzanas de donde estaba, Ivy y Hywel nos esperaban en Café Central. Yo pensaba que Iñigo habría llegado y explicado que no me uniría a ellos pero, en lugar de eso, estaba de camino al fin del mundo, como suele hacer cuando se aburre en la ciudad. En un esfuerzo infructuoso por orientarse, dirigió sus pasos en dirección contraria y, cuando quiso darse cuenta, se encontró en medio de un zoco árabe al otro lado del canal. Estaba perdido. Pero sobrevivió.

La mañana siguiente estuvo dominada por una insuperable resaca emocional y alcohólica. Me despertó una llamada de Andreu para recoger una sorpresa para Celsa. Todo fue bien, a pesar de la guerra civil que se debatía en mi cabeza y en el estómago de Andreu, ya que éste tuvo que salirse del metro en
Maalbeek para echar el hígado justo a tiempo, con la buena suerte de que casualmente pasaba por allí Luis Molledo, el guardián de las resacas y gaceta de los domingos de las desgracias propias y ajenas. Pobre Andrew.

Sigamos. Tras una tarde de mus. Bueno, a decir verdad yo no jugué. Intentaba, infructuosamente, mantener breves conversaciones entre órdagos y muses. Decidimos ir a una de las fiestas de
Recyclart. Para los que no lo conocen, es uno de los clubs más peculiares de la ciudad. Situado en la antigua estación de tren de la Chapelle, aún conserva el taquillero (ahora barra del bar) y las direcciones de las vías del tren. La noche estuvo bien, aunque para Andreu fuese algo decepcionante descubrir que no disfrutaría de la música más allá de lo estrictamente impuesto por el convencionalismo social. Entre tanto, Molledo vivía el karma de su encontronazo con Andreu al mediodía tumbado en el suelo de la discoteca e intentando adivinar si moriría allí o lograría sobrevivir al tornado que estaba en su cabeza.

El fin de semana, afortunadamente, llegó a su fin sin bajas. Pero el destino aun me depararía una última sorpresa antes de mi cumpleaños. Llegaba a casa con un ligero chuzo de entre semana cuando sin pensarlo dos veces cerré de golpe mi puerta del cuarto. Aun llevaba puesto el abrigo. Me giré para hacer una visita al cuarto de baño y me di cuenta de que mi puerta no tenía pomo, no lo habían puesto todavía y yacía amablemente al otro lado de la puerta, en el salón. Encerrada y tras tratar de abrirla por múltiples medios, aporreé la puerta y llamé a Iñigo que estaba durmiendo en la otra habitación. Pero la noche anterior el Ñaro había perdido el móvil y todavía estaba cargando la batería del nuevo. Y allí quedé. A expensas de que mi compañero se despertase al día siguiente y enviando mensajes a mi jefe para intentar explicar lo inexplicable y decirle que llegaría a trabajar cuando alguien me liberase.

27 de febrero de 2006. ¿Qué puedo decir? Cumplir 28 años cuando todavía eres capaz de relatar tantas estupideces juntas no provocó en mí la sensación de estar haciéndome vieja sino, más bien, una crisis de madurez. Siempre sobrevivimos, aunque parezca mentira. No sé si vivir así deriva del simple hecho de residir en Bruselas del modo en que lo hacemos, sin perrito que te ladre, pero prolongar este estilo de vida demasiado tiempo puede provocar graves lesiones cerebrales, desarraigo permanente y síndrome de
Peter Pan.


Estamos en crisis. El primer paso es reconocerlo. Crisis personal y generacional. Pero eso lo dejaremos para el próximo capítulo.